Retazos de vida, puntillosamente elegidos, que componen un mosaico llamado vida.
A veces, cuando fantaseamos con nuestra vida, ya sea pasada o futura, nos detenemos en los momentos más intensos. No tienen por qué ser los más bonitos, o los más dramáticos, ni siquiera aquellos anodinos. El recuerdo tiene esa maravillosa facultad regeneradora, que nos permite aprender, recrear e imaginarnos viviendo una vida, la vida, la nuestra, por qué no, tal como diseñamos en nuestro imaginario. Al menos eso me gusta pensar, que lo que voy viviendo lo he meditado de alguna manera en algún momento de mi existencia.
Eso hace maravillosamente bien la estadounidense Jenny Offill con esta novela fragmentada, transportándote a las calles y más concretamente al hogar de Lizzy, una bibiotecaria de Brooklyn, que piensa en voz alta sobre temas actuales, como la maternidad, el medio ambiente o las adicciones.
Aparte de su trabajo en la biblioteca, Lizzy gestiona el correo de una prestigiosa divulgadora científica que hace conferencias sobre el cambio climático. Esto le permite, por una parte, detectar el clima social y político de la era de Trump, ya que conoce de primera mano la opinión de todo tipo de personas del país (y del mundo), desde negacionistas, hasta defensores fervientes del planeta, incrédulos, integristas… Y por otra, le permite darse cuenta de lo complicado que es implicarse al cien por cien en una causa humanitaria y en cómo siempre faltan horas para defenderla; a ella le falta el aire mientras piensa en el apocalipsis.
Este faceta altruista de Lizzy, que a veces la saca de quicio a ella misma, caracterizada por tormentas y catastrofes naturales (hablando en términos climatológicos), contrasta con la de la Lizzy más familiar y tranquila, que convive con su marido, hijo y a ratos con su hermano, a quien acompaña en bastantes de sus crisis existenciales y en su recién estrenada paternidad. Aquí el clima es cálido y agradable, a pesar de los nubarrones que a menudo aparecen y las dudas. En la segunda mitad de la novela aparece un personaje que a mí me ha enamorado tanto como la protagonista: Will, un corresponsal de guerra que conoce en un autobús y luego la va a ver a la biblioteca y se hacen amigos.
La pregunta que le hago a Will es la siguiente: y este país, ¿qué te parece? ¿un país en paz o en guerra? Estoy bromeando, más o menos, pero él me contesta en serio.
Dice que la sensación que le provoca es la misma que uno tiene cuando la guerra está a punto de empezar. Es una cosa muy rara pero vas aprendiendo a darte cuenta. Y aunque todo el mundo esté convencido de que todo va a ir bien, de algún modo esa sensación está flotando en el aire. Es algo mucho más físico que mental, me dice.
Es una novela que no dejarías de leer, que disfrutas a sorbitos, tal y como está escrita, ideal para leer por las noches con el cuerpo cansado y bajo esa luz cálida que te va cerrando los parpados, con el espíritu satisfecho de haber cumplido con tu día y feliz de poder saborear la magia de las palabras vibrando en el corazón. Sientes entonces ese hilo que te une a quien está viviendo esa vida de letras. Y te parece una delicia leer tales reflexiones y sentir que eso es también lo que piensas tendiendo la ropa o vaciando el lavavajillas.
Lo que más me ha gustado es esa manera de llevarte a lo más profundo con la descripción de algo tan cotidiano, un gesto, un objeto, un lugar cercano…
Está oscureciendo cuando Henry y yo salimos del parque. Un coche está a punto de atropellarnos. En el semáforo, el vehículo se detiene delante de nosotros. «Señora, casi nos mata», le dice Henry a la conductora. Pero ella se niega a levantar la vista. «Vosotros y vuestras preciosas vidas» , gruñe la mujer.
La manera de mirar, de escuchar y por ende de narrar de Offill me parece de una inteligencia sensible y mordaz. Con un sentido del humor muy fino y una manera de contar las historias muy personal e íntimo, omitiendo aquello que tal vez nos saltaríamos, esta escritora calibra la dosis exacta de narración. Hace tiempo que intuyo que estamos frente a una nueva manera de entender las novelas, también de construirlas, y me siento muy afortunada de poder entenderlas, leerlas y compartirlas.
Estos retazos de cotidianidad componen un mosaico que bien podría llamarse vida. Vida plena. Una vida vivida con sentido y sin miedo. O afrontándolo, que ya es minimizarlo un poco.